Octubre.

Corre angustiada por los recovecos de su alma y no hace más que chocarse siempre con los mismos pensamientos. Vuelve a morder su labio inferior, y pide ayuda en un susurro. Se la come la soledad, y lo único que puede hacer es evitar las noches frías donde el hueco de la cama se hace aún  más evidente. Pero llega el otoño, y con él las largas tardes lluviosas sin nadie con quién observar la lluvia golpear los cristales. Nunca le gustó octubre, pero este año se le está haciendo más largo que de costumbre. Atraviesa cada hora como si de un campo de minas se tratara, y sobrelleva su ausencia contando los minutos que faltan para olvidarle. Admite que se le hace más suave la espera cuando el sol acaricia sus párpados y calienta sus (siempre) frías manos, pero la paciencia nunca ha sido su mayor virtud y por estas fechas cada vez anochece antes. Se acomoda, sin prisas, entre su calma y su pasión, y se enfrenta con los recuerdos para negociar una tregua. Pierde, como siempre, se enfada y no respira. Se promete a sí misma que mañana irá mejor, y se deja llevar por el sueño olvidado que una vez la volvió loca.