"There is nothing to writing. All you do is sit down at a typewriter and bleed." - Ernest Hemingway

sábado, 4 de diciembre de 2010

Aires de fragilidad y dramas románticos.


Era curiosa. Le gustaba revestirse con ese aire de fragilidad elegante que tan inaccesible la hacía, y aún no he descubierto si era por mantener las distancias o por aparentar ser más interesante de lo que ya era. No se quería nada en absoluto, ni siquiera un poquito, aunque era capaz de enamorar locamente a cualquier despistado que se dejara caer por sus ojos. Vivía a contracorriente, llevando la contraria a razón y corazón. Era de las que subían para abajo y bajaban hacia arriba, y, aún así, jamás la ví perderse (al menos en la vida real). Tenía la estúpida manía de perder el tiempo apoyada en la ventana, con las manos sobre el radiador, soñando con la vida que tendría si fuera más valiente, más guapa, más alocada, más atrevida... más otrapersona y menos ellamisma. Solía decirme que sus nubes favoritas eran las que parecían recién salidas de la peluquería: peinadas por el viento y teñidas por el amanecer. Incluso se levantaba antes para dejarse la mirada atascada en los primeros rayos de sol. Y negociaba con sus pestañas cómo hacer que el día mejorara. En realidad creo que nunca llegué a conocerla, pero podría decirse que soy el que más sabe de ella. Era curiosa...

Era de esas que iba por la vida reclamando promesas cumplidas, porque le parecía demasiado triste aceptar que nadie cumple sus promesas. Siempre me decía que ella quería ser auténtica, que intentaba evitar corromperse de todo aquello que odiaba. Pero se quedó en eso: un intento. Hacía daño a cualquier ser que se atreviera a acercarse a menos de dos metros de la piel de su espalda, aunque la mayor parte de las veces era sin querer. Muchos nunca lograron entenderla pero, como deduje hace mucho tiempo, si has pasado con ella el tiempo suficiente como para darte cuenta de que no la entiendes, ella hace mucho tiempo que pasó página. Nunca le gustaron las relaciones largas, valoraba demasiado su independencia. Cuando estaba de buen humor decía que una chica sin novio era como un pez sin bicicleta, y que ella nunca había aprendido a montar en bici. Oírla reír a carcajadas era como una descarga eléctrica en el alma, no podías sacudírtela de encima ni queriendo. Lo más curioso de todo es que ella nunca se dio cuenta del efecto que causaba a su alrededor, tenía una imagen tan distorsionada de sí misma que muchas veces ni se reconocía en los espejos.

Andaba despacio, intentando parecer ligera, pero a mí me temblaba el corazón con cada paso que la alejaba más de mí. Cuanto más frío hacía más necesitaba tenerla cerca, pero ella nunca se dejaba atrapar. Adoraba el frío, decía que conseguía que se sintiera viva, y no quería empañar esa sensación con ninguna presencia. Por eso me reservó el verano, porque su cuerpo siempre estaba a 8ºC por debajo de lo que sugerían los hombres del tiempo, y se sentía más extraña que nunca. No se lo dije, pero yo le habría reservado cualquier época de mi vida con tal de que me dedicara uno solo de sus pensamientos. Nunca quise ser otro de esos imbéciles que darían su vida por ella, pero así era el trato: tú le dabas todo a cambio de la nada más disimulada que he visto nunca. Regalaba sus sonrisas, sus miradas, e incluso puso en oferta su cuerpo; pero nadie fue capaz de llegar a sus sueños. Presumía de ser difícil y un poquito estrecha, pero yo sabía que era más enamoradiza que las princesas Disney (solo que le daba vergüenza admitirlo). El problema era que sus sentimientos duraban menos que una tormenta de verano (cosa que ella odiaba, por cierto), y olvidaba sus palabras con la misma facilidad con la que olvidaba sus conquistas. Pero, en uno de sus momentos de debilidad conmigo, la escuché susurrar entre sábanas algún para siempre entrecortado. Yo hacía como que no me enteraba, pero cada secreto que me revelaba anclaba un poco más mi alma a sus pasos.

Supongo que debería presentarme, aunque ya os imaginareis quién soy… sí, otro despistado que se dejo caer por sus ojos y se enamoró locamente de ella. Pero me gusta pensar que yo era especial, que fui el único capaz de calmarla durante el poco tiempo que estuvimos juntos. Sonará estúpido, pero ella era una de esas chicas de película. Sí, la típica protagonista de drama romántico. Y yo me moría por cualquier papel secundario que ella pudiera ofrecerme en la historia de su vida. Lo admito: la quería. Más de lo que nunca me atreví a confesar y mucho más de lo que ella imaginaba. Y tengo motivos para creerme especial: fui la única persona con la que compartió su vida. Brevemente, eso sí, pero lo hizo.

En realidad no guardo muchos recuerdos de mi relación con ella, su paso por mi vida fue como un torbellino invisible: lo descolocó todo sin que yo me diera ni cuenta. Pero cuando me pongo a pensar las primeras imágenes que me vienen a la cabeza son de nuestros viajes. Cogíamos mi coche y nos íbamos a cualquier parte: la Costa Azul, Galicia, la Toscana, el sur de Francia… sus deseos de conocer el mundo no tenían límite, y mis ganas de acompañarla tampoco. Recuerdo la enorme cantidad de veces que paré el tiempo en mi cabeza, intentando congelarla allí a mi lado para siempre, para no perderla. Quieta, callada, escuchando música con la cabeza apoyada en la ventanilla, completamente perdida en su mundo. Creo que era el único sitio donde fue realmente feliz, en su cabeza. En la vida real siempre se sintió fuera de lugar, desubicada. No cuadraba, y lo sabía, era demasiado… demasiado ella. Y por eso a todos nos gustaba, porque era tan diferente a las demás…

Nuestra época buena duró poco, aunque nunca quiso enseñarme su lado oscuro. Para mí reservaba lo mejor, aquella fachada de perfección discreta que me volvía loco sin que me diera cuenta. Pero nadie es perfecto, ni mucho menos, y ella menos que nadie. Tenía un infierno personal que la consumía desde dentro, aunque hacía lo posible (y lo imposible) por disimular. Lo descubrí por casualidad, una noche que se quedó a dormir en mi casa. Yo estaba recogiendo los platos sucios de la cena, cuando se me ocurrió ofrecerle algo de postre. Iba pensando en qué tenía para darle, cuando unos ruidos raros detrás de la puerta del baño me hicieron parar en seco. Cuando abrió la puerta y me encontró allí delante aún no había tenido tiempo de secarse las lágrimas de los ojos. A mí solo se me ocurrió abrazarla, y me pareció más frágil que nunca. Verla llorar rompió algo dentro de mí, en aquel momento me di cuenta de que la perfecta relación que yo estaba viviendo no era para nada la suya. Y entonces comencé a abrir los ojos.


Empecé a mirarla de otra forma: ya no me quedaba cegado con el brillo de sus ojos, si no que era capaz de ver más allá del vació de su mirada. Su sonrisa de anuncio perdió la habilidad de dejarme sin palabras, y acabé fijándome más en lo que callaba que en las pocas palabras que me dirigía. Fue el principio del fin. Si se dio cuenta, no me lo dejó ver. Siguió con su absurda existencia de perfección fingida dejándome entrever (cuando se descuidaba) alguna lágrima perdida. Yo, cuando era capaz de apreciar su debilidad, me desvivía por traerla de vuelta a nuestra vida juntos: a nuestros viajes espontáneos, a sus deseos de conocer el mundo, a sus manías especiales… pero al cabo de un tiempo me di cuenta de que hacía mucho que la había perdido. Se había dado por vencida, había rendido su vida a la decadencia. Siempre había luchado por dejar huella, por ser alguien, por lograr ser recordada… pero se había sometido a la tristeza que reinaba en su vida. Al principio intenté recuperarla, pero luego me limité a hacerle compañía mientras me dejara. Fui desenganchándome de ella casi sin darme cuenta, separé mis vértices de sus aristas y fui olvidando todos y cada uno de sus lunares. Me fui alejando de sus labios y finalmente deseché la idea de dormir respirando sobre su cuello. Dejamos pasar los días por inercia, y cada noche me despedía de ella con la sensación de que no volvería a verla. No iba mal encaminado, el último día que la vi me regaló un beso en la boca y me dejó con un adiós en el corazón. A la mañana siguiente me enteré de la noticia, y a los pocos días me trajeron una nota que había dejado para mí. Por toda explicación ponía que se había cansado de existir. 

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