Que en realidad fui yo. Fue mi inherente inestabilidad la
que torció del todo nuestra trayectoria astronómica, por eso terminamos
estrellados en vez de contando estrellas. Que aunque me empeñara en arrancarte
sonrisas tirando de tus comisuras con mis besos, lo único que conseguí fue
desgastar tus labios. Supongo que me dejé llevar por el autoengaño, por todos
aquellos finales felices que alimentaron mis últimos años y me hicieron pensar
que, por tarde que fuera, todo saldría bien. Que lo que nunca había funcionado
comenzaría a hacer sombra a todas esas historias que intentaron dejarnos atrás
mediante prólogos y más paréntesis de los que nadie podría soportar.
Pero los puntos suspensivos, como todo, tienen un límite; y
la suspensión continuada de toda acción que signifique algo no podía acarrear
más que el final. Pero no un final de esos de película a los que estamos
acostumbrados, con letras en cursiva que te hacen sentir que todo acabó como
debía acabar. No. Me refiero a un final de mierda, que se repite más que el ajo
y nos obliga a rebobinar nuestra última escena una y otra vez.
Pero, cuando llevas tanto tiempo escribiendo la última
página, poner punto y final significa sentenciar a muerte las líneas más
importantes de tu vida. Así que, aún a riesgo de ahorcarte con el próximo
verbo, continúas escribiendo hasta que se te escapa la semántica e inundas de
sandeces cada uno de los espacios existentes entre punto y punto suspensivo. Y
unos cuantos meses después te ves incapaz de releer tu propia historia, porque
ni tú le encuentras el sentido. Entonces, aún a riesgo de dejar fantásticas
páginas llenas de estupideces sin redactar… pones un punto.
Y nada más.
Y nada más.
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