Cuando por fin abro los ojos es tarde, más que de costumbre.
Desde que mis sábanas son lo único a lo que puedo aferrarme me cuesta bastante
reunir las fuerzas necesarias para levantarme cada mañana. Subo la persiana y
dejo que el sol me ciegue, para no ver nada cuando recoja las fotos que dejé
tiradas por el suelo la noche anterior. Las mismas que hicieron que pasara
horas eternas entre quejidos y convulsiones, ahogándome entre lágrimas. Las
recojo y las guardo en el cajón del que nunca debieron haber resurgido. Y salgo
de mi habitación.
Mientras recorro el pasillo no puedo evitar volver a
pensarlo. ¿Por qué me levanto? Sé que tenía un motivo, pero la mayor parte del
tiempo se me escapa (o me empeño en olvidarlo). De camino a la cocina me evado
escuchando voces en el piso de arriba. Pasan tres minutos y vuelvo a mi
realidad de café con leche y silencio absoluto. Me siento tan sola que me
atraganto. Así que recurro a lo de siempre: en quince segundos ya están sonando
las primeras notas de esa canción. Espero hasta el estribillo para cerrar los
ojos y volver a prometérmelo a mí misma. “Hasta el fin”.
Pero mis seguridades flaquean, y no me queda más remedio que
terminar el café e ir a vestirme, todo con tal de huir de la angustia que
atenaza mi estómago en cuanto me descuido. Tardo nueve minutos en decidir qué
ponerme. Me encanta derrochar un tiempo excesivo en pensar tonterías. Lo que
sea para mantener ocupada la cabeza. Para mirar al espejo y ver una chica
descartando ropa, y no el cúmulo de desastres que suelo ver reflejado. Pero los
nueve minutos pasan, y cuando ya estoy lista para salir recuerdo que no tengo a
donde ir. Que nadie me espera. Y no sé me ocurre nada para evadirme.
Intento pensar algo a toda prisa, lo que sea, cualquier
cosa. Pero no soy lo suficientemente rápida, y se me cuela un trozo de verdad
que me asfixia. Sacudo la cabeza intentando desengancharlo, pero es inútil:
está ahí, sé que es cierto. Así que vuelvo a mi habitación con las rodillas
temblando, me quito la ropa que con tanto cuidado había elegido y vuelvo a
envolverme con las sábanas. He recordado qué era aquello que me hacía querer
levantarme. El problema es que ahora se ha convertido en la excusa perfecta
para no querer despertarme.
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